El astronauta

Palabrería

Carnaval. Los paisanos de aquel pueblecito del norte han quedado mudos –hombres ya de pocas palabras–. Un astronauta acaba de entrar en el bar en el que juegan a las cartas. El carnaval queda muy lejos y las fiestas patronales son más tarde. Hace un calor que incluso desanima a las moscas, así que aquel ser con casco y traje completo –¿hombre o mujer?– debe de estar a punto de licuarse. Desde que hace estos calores, el norte es menos norte. Será el cambio climático, dicen los paisanos, o algún jodido invento de los de la ciudad.

Tic. El astronauta avanza con lentitud –tal como se mueven esos personajes en las películas–, pero se debe más a la aparatosidad de la vestimenta que a la gravedad, al exceso o a la ausencia de esa ley física, pues los paisanos no saben cuáles son las condiciones planetarias que condicionan el movimiento. Uno de los jugadores se ha quedado con la carta en el aire, con el brazo paralizado; otro ha movido la gorra, que publicita una empresa de tractores, adelante y atrás, en un tic que repite a menudo.

Descorche. El sujeto alcanza la barra y, con una habilidad torpe, se saca el casco y lo deja sobre la barra. Algún paisano cree escuchar ‘¡plop!’, pero no está seguro de que haya habido descorche. En el bar, en este mediodía cruel, solo están los cuatro. El resto –en su mayoría, veraneantes, hijos y nietos de los últimos habitantes– coloniza la piscina y las aguas recalentadas y el césped ralo y de color ceniza, al que no queda claro que se lo pueda llamar césped.

Ansiedad. El extraño es un hombre y, pese a llevar el pelo muy corto, la cabeza le brilla por el sudor exagerado. La dueña y camarera se sobrepone a la sorpresa y enseguida aflora el espíritu comercial: «¿Le pongo algo?». Una cerveza, pide, y, como si se hubiera acordado de repente, ríe, ¡y una bolsa de patatas! Sin levantarse de la mesa, uno de los vecinos le grita: «¿Qué? ¿Rodando un anuncio?». Y miran hacia la puerta esperando que entre el resto del equipo. Pero no llega nadie. El cosmonauta disfruta de la cerveza como si fuera la última de su vida. Devora las patatas con ansiedad. La boca del traje es amplia, así que se le cuelan algunos trocitos grasientos. Debe de picar, piensa la dueña. El mismo atrevido que le ha dirigido la palabra se levanta y se coloca a su lado: «¿De dónde viene usted?». «De Marte», responde. «¡De Marte! Qué cachondo». Sin dejar de sonreír, el forastero insiste: «No bromeo. Es que vengo de Marte».

Cohete. Ahora todos los paisanos hablan a la vez. «¿Y cómo ha llegado? ¿En autobús? Porque no hemos escuchado ningún cohete». Sin dejar de sonreír, el astronauta les da explicaciones. Marte está en una cueva cercana. Precisamente el pueblo es famoso por su gran y compleja red de grutas; algunas, habilitadas para visitas. Se trata de un experimento científico que intenta reproducir las condiciones de vida de una futura colonia en el planeta rojo. Los jugadores de cartas no acaban de creerlo. Nadie les ha hablado de ello. Es que es proyecto secreto, dice el recién llegado. ¿Y qué tendrá que ver Marte con el interior de una cueva? La superficie del astro es inhabitable, así que, cuando nos instalemos, tendremos que establecernos en las cavernas, como nuestros ancestros. Pues vaya avance: emigrar tan lejos para volver al principio, protestan. «¿Y usted por qué está aquí, en este bar?». «Me he escapado. Estoy harto de la comida liofilizada y de las lechugas hidropónicas. Necesitaba tomarme una cerveza». Pide también unas aceitunas y una lata de berberechos, que la mujer adereza con un chorro de salsa picante. Sudará más, pero no le importa.

Polvo. Va por la mitad de la lata de berberechos cuando se presentan otros tres astronautas. Los trajes arrastran polvo. Hace tiempo que no llueve. Se acercan a su compañero, se quitan los cascos y la transpiración sale a chorros. Todos quieren cerveza. Uno de ellos pregunta si tienen torreznos

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