Aunque al principio el Cid gozó de la confianza del rey Alfonso VI varias causas hicieron que el Campeador cayera en desgracia y acabó desterrado. C.M. S.

El Cid Campeador: Historia de España (XI), por Arturo Pérez-Reverte 

Rodrigo Díaz se crio como miembro del séquito del infante don Sancho, primogénito del rey Fernando I de Castilla, León y Galicia. Este, al fallecer, repartió sus reinos entre sus hijos, así como los protectorados de los reinos andalusíes que pagaban las parias, unos tributos a cambio de no ser atacados. Los hijos se enzarzaron en una guerra fratricida. El joven Rodrigo fue el abanderado de don Sancho, que consiguió unificar todos los territorios de su padre, pero murió en un golpe de mano perpetrado por nobles leoneses descontentos y subió al trono Alfonso VI.

La leyenda cuenta que Rodrigo lo obligó a jurar que no participó en la muerte de su hermano. Y que Alfonso nunca se lo perdonaría… Pero no existe constancia del juramento de Santa Gadea. Tampoco de la afrenta de Corpes, cuando sus hijas, Elvira y Sol, fueron presuntamente humilladas por sus maridos. Ni siquiera se llamaban así, sino María y Cristina. Sí que hay constancia de la muerte de su hijo Diego en el campo de batalla.

En realidad, Rodrigo gozó al principio de la confianza de Alfonso VI: el rey lo casó con su prima Jimena. Quizá para atarlo en corto. Mejor tenerlo en sus filas que vérselas con él. Porque el Cid nunca tuvo reparos en cambiar de bandera ofreciéndose como mercenario, hasta que decidió hacerse «autónomo». Su relación con el rey Alfonso VI fue turbulenta. Dos veces fue desterrado. Una por saquear sin permiso y otra por no acudir a una cita. Tampoco los gobernantes musulmanes que lo «ficharon» pudieron manejarlo a su antojo. Tras el segundo destierro, el Cid se buscó la vida como mejor sabía: con su espada y su caballo. Tizona, arrebatada a un rey marroquí, adquiere propiedades sobrenaturales, como la Excálibur del rey Arturo. Y Babieca es un corcel pequeño y ágil, como los norteafricanos, a diferencia de las pesadas monturas que preferían los cristianos. De hecho, el Cid copia tácticas a sus adversarios, como el tornafuye, una huida en falso para dejar a la caballería enemiga sin el apoyo de los infantes.

El Campeador campaba a sus anchas. Cobraba tributos, dominaba el territorio… Solo los almorávides se le opusieron en tierras levantinas. Y el Cid demostró que podía ser implacable cuando se le resisten. Cuentan los cronistas árabes que, durante la conquista de Valencia, «cortó las rutas de aprovisionamiento, emplazó catapultas y perforó las murallas. Los habitantes, privados de alimentos, comieron ratas, perros y carroña, hasta el punto de que la gente comió gente, pues a quien de entre ellos moría se lo comían». «Lo que no hay es un claro ideal de Cruzada, nada de «conversión o muerte». Los musulmanes de las plazas conquistadas, aunque no son vistos como iguales, tampoco se encuentran sometidos. Encuentran su lugar como mudéjares, es decir, como musulmanes que conservan su religión, su justicia y sus costumbres, pero bajo la autoridad del gobernante cristiano y con ciertas limitaciones en sus derechos. Sin caer en la tentación de ver en ello una convivencia idílica, no se aprecia en el ideario del Campeador ningún extremismo religioso», matiza Montaner. Rodrigo Díaz murió de muerte natural como príncipe de Valencia y su esposa, doña Jimena, también de armas tomar, resistió un par de años los intentos musulmanes de recuperar la ciudad, hasta que no tuvo más remedio que huir, llevándose el cadáver de su marido. Un cadáver muy capaz, según los juglares, de seguir ganando batallas.

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