La profesora Susan Reverby descubrió un experimento hecho hace más de 70 años con casi 700 guatemaltecos utilizados como cobayas por la salud pública norteamericana. Así infectó John Cutler de sífilis a presos, soldados, prostitutas y pacientes psiquiátricos en el nombre de la ciencia. Por Carlos Manuel Sánchez/Fotos: Cordon Press

Un avión despegó de Nueva York en 1946 con un extraño cargamento en su bodega: conejos enfermos de sífilis a los que se había inoculado la bacteria en un laboratorio de Staten Island. Los fletaba el Servicio de Salud Pública y el destinatario era el doctor John Charles Cutler (1915-2003), un científico estadounidense de prestigio especializado en enfermedades de transmisión sexual.

Cutler recogió el cargamento en el aeropuerto de Ciudad de Guatemala, donde estaba destinado para dirigir un proyecto de investigación secreto, aunque auspiciado por las autoridades sanitarias y financiado, sin que tuviesen conocimiento, por los contribuyentes norteamericanos. Cuando Cutler abrió los transportines, se llevó el primer chasco: muchos de los conejos habían muerto durante el viaje. Ya en el laboratorio, segunda decepción: la mayoría de los cultivos sifilíticos no habían prosperado lo suficiente como para resultar contagiosos.

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Susan Reverby destapó el escándalo de Guatemala mientras investigaba otro, el estudio Tuskegee: cientos de negros de Alabama, infectados de sífilis, no fueron tratados para observar en ellos el desarrollo de la afección.

Pero Cutler no era una persona que se arrugase ante las dificultades. Tenía una gran inventiva y recursos para todo, como demostraría a lo largo de su carrera como subdirector de la Oficina Sanitaria Panamericana y en sucesivos destinos en la India y África. Terminaría su trayectoria profesional como decano en la Universidad de Pittsburgh, donde cada año se celebra una conferencia anual en su memoria.

Cutler necesitaba esas bacterias

La espiroqueta Treponema pallidum, vista al microscopio, parece un plato de fideos. Sus células forman bastones que se enredan unos con otros. Ha fascinado a los científicos durante décadas. Y entre ellos, a Cutler. Esa bacteria es el enemigo. Está en guerra con ella. Es la responsable de una de las plagas más antiguas que azotan a la humanidad. Cutler debe conseguir espiroquetas de sífilis como sea para llevar a cabo sus experimentos y recurre al ingenio. Convence a las autoridades guatemaltecas para que le dejen examinar a presidiarios y soldados con sífilis. Raspa los chancros de sus penes con una lanceta y observa las muestras en una placa de Petri. Ya tiene lo que quiere. Bacteria de sífilis, potente y fresca. Pero lo más difícil viene ahora.

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Las espiroquetas no sobreviven más de 90 minutos fuera de su anfitrión, y Cutler pretende inocularlas en los sujetos con los que va a experimentar: cobayas humanas; así que tiene que actuar rápido. Hay que centrifugarlas en una especie de potaje casero hecho con corazón de ternera y después preparar los viales para inyectarlas. Cutler «cocina» dos tipos de suspensión: uno con bacterias muertas o muy atenuadas y otro con espiroquetas vivas. Las mete en su maletín y se presenta en la prisión estatal.

Un salvoconducto firmado por el alcaide y con el sello del Ministerio de Justicia guatemalteco le abre las puertas. En el botiquín le están esperando decenas de reclusos, puestos en fila; primero, los que tienen el prepucio más holgado porque la mucosa y la humedad de la membrana preservará mejor el cultivo. También se ha elegido a los más capaces de permanecer sentados, en calma, durante las manipulaciones. La inoculación exige que el médico sujete el pene del sujeto, retire el prepucio, raspe el miembro con una lanceta hasta producir heriditas, deje caer unas gotas de emulsión sifilítica en un algodón y lo aplique en las escoriaciones durante una o dos horas. En las mujeres, el inóculo se inserta en el brazo, la cara o la boca, antes raspados para que la herida sirva de puerta de entrada.

Sobornaba a los sujetos del experimento con cigarrillos: un paquete por inoculación y un pitillo por observación clínica

En una pausa del trabajo, Cutler hace balance de su misión. ¿Qué ha ido a hacer a Guatemala? Más que un experimento, es una cruzada. Así lo ve él. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, la penicilina ha demostrado su efectividad contra la sífilis, pero aún quedaba un largo camino en cuanto a las dosis que eran necesarias y sus limitaciones como fármaco. Por ejemplo, a las tropas se les proporcionaba un ungüento profiláctico, pero era muy tóxico. ¿Podría fabricarse alguna untura similar con el antibiótico?

En 1944, el Servicio Público de Salud realizó experimentos sobre la prevención de la gonorrea en la cárcel de Terre Haute, Estados Unidos. Cutler participó en ellos. Para la sífilis, las autoridades decidieron cruzar la frontera y buscar un lugar al abrigo de preguntas indiscretas. Y Guatemala era entonces una auténtica república bananera, controlada por la United Fruit Company. A cambio de la colaboración de los funcionarios guatemaltecos, los investigadores estadounidenses donarían material de laboratorio y adiestrarían a sus médicos.

John Cutler fue asignado al proyecto

Aceptó el encargo de mil amores y viajó con su mujer, Eliese, con dos objetivos. Por un lado, comprobar la respuesta humana a la inoculación de material infeccioso fresco y ver cómo se comportaba el sistema inmunológico. Por el otro, prevenir la aparición del mal tras exponer a un individuo a la bacteria. Como conejillos de Indias, Cutler utilizó a reclusos de la cárcel estatal, niños de un orfanato, pacientes del único hospital psiquiátrico del país, soldados de los cuarteles de la capital y prostitutas.

Cutler obtuvo autorización para que mujeres con sífilis ofreciesen sexo a los presos, pagadas con fondos de la investigación

La participación de las meretrices fue su idea más ocurrente. Guatemala había legalizado la prostitución y permitía a las prostitutas visitar regularmente a los presos en las cárceles. La Prisión Central de Guatemala albergaba a unos 1.500 reclusos. Cutler obtuvo la autorización para que mujeres con sífilis o gonorrea ofreciesen sus servicios a los presos, pagadas con fondos de la investigación. En otros experimentos se inyectaba la bacteria a prostitutas sanas en el cuello uterino antes de las visitas sexuales. Antes y después de la visita se realizaban pruebas serológicas a los reclusos para saber si quedaban o no infectados. Se los sometía a varias técnicas de profilaxis química y biológica de la presunta infección. Si daban positivo, se les administraba penicilina para curarlos. También se introdujeron prostitutas en los barracones del Ejército.

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Pero los conejos son más fáciles de manipular que los humanos, como muy pronto descubrió Cutler. Por una parte, pocos reclusos terminaban infectados, a pesar de que las visitas de las prostitutas se multiplicaban. Por otra, las mujeres tampoco se dejaban controlar. «Desafortunadamente, una de nuestras «donantes femeninas» deja la profesión porque se va a casar y ya no está a nuestra disposición», se lamentaba un investigador.

Guatemala permitió utilizar a 438 niños de un orfanato en un experimento para mejorar la fiabilidad de las pruebas

Los presidiarios también se resistieron. En un memorando se lee: «Los reclusos son en su mayoría analfabetos y supersticiosos. Creen que los análisis de sangre los debilitan, incluso si se les dan pastillas de hierro y suplementos vitamínicos; en sus mentes no hay conexión entre la pérdida de un tubo grande de sangre y los posibles beneficios de una pequeña píldora». Como los análisis de sangre resultaban, además, poco fiables, se consiguió la cooperación del Gobierno de Guatemala para utilizar a 438 niños de un orfanato en un experimento para mejorar la fiabilidad de las pruebas. En este caso, no se les inoculó la sífilis.

La creciente resistencia de los presos y las dificultades para manejarlos hicieron pensar a los investigadores que los estudios en serología se podrían realizar mejor en otra parte. Y eligieron el único manicomio de Guatemala. Allí no era posible introducir prostitutas o convencer a los internos, así que Cutler se decantó por la inoculación directa. La mejor manera de conseguir la cooperación de las autoridades guatemaltecas era ofreciéndoles suministros: fármacos contra la malaria y anticonvulsivos, pues gran parte de la población en el centro psiquiátrico era epiléptica. También les llevaron un frigorífico, un proyector de películas, tazas, platos y tenedores. A los sujetos del experimento se los sobornaba con cigarrillos: un paquete por inoculación y un pitillo por observación clínica.

El engaño era total

En una carta a un superior, Cutler admitía que no contaban a la gente que el inóculo contenía la bacteria de la sífilis. «Como te puedes imaginar, contenemos la respiración. Lo que contamos a los pacientes es que el tratamiento es un nuevo suero derivado de la penicilina. Estoy a la que salta todo el tiempo con tanto disimulo.» Hacer un seguimiento a los cientos de sujetos inoculados (696, en total) resultó muy complicado, especialmente en el manicomio, donde a veces ni los pacientes se acordaban de sus nombres. Eliese, la esposa de Cutler, lo ayudaba con el papeleo y fotografió a los «pacientes».

En otoño de 1947, el interés por la profilaxis había decaído en Estados Unidos y se informó a Cutler de que habría menos dinero para el estudio. Además, preocupaba la ética del proyecto. Hacía pocos meses que habían terminado en Núremberg los juicios a los médicos nazis. «Estoy más que un poco receloso acerca de los experimentos con locos. Ellos no pueden dar el consentimiento, no saben de qué va la cosa y, si alguna organización santurrona se enterara del asunto, levantaría mucha polvareda. Es mejor trabajar con soldados o reclusos; ellos sí pueden dar el consentimiento. Quizá soy demasiado precavido… Además, ¿cuántos saben lo que pasa? […] En el informe, no veo ninguna razón para ser específico sobre el trabajo que se hace y el tipo de voluntarios», le comentó un superior a Cutler en una carta.

Finalmente, en 1948, ordenaron a Cutler salir del país. La preocupación por una posible filtración a la prensa pesó más que el presunto interés científico. Cutler y sus colaboradores guatemaltecos escribieron un ensayo sobre serología basado en el experimento y publicado en una revista médica en castellano. Guardó el informe y las fotos tomadas por su mujer en su archivo, que se conserva en la Universidad de Pittsburgh. Y allí durmió el sueño de los justos hasta que la historiadora Susan Reverby lo rescató.

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