Estas fotografías son un intenso viaje al pasado. Parte de los más de tres mil negativos que Arturo Pérez-Reverte ha guardado en cajas durante 35 años. Las tomó en la década de los setenta, cuando recorrió como reportero las regiones más convulsas de África, Asia y América Latina armado de una Olivetti y dos cámaras de fotos. El académico y escritor las publica ahora, en primicia para ‘XLSemanal’. Texto y fotos: Arturo Pérez-Reverte

Arturo Pérez-Reverte: «Yo soy peligroso. Me gusta la gente peligrosa»

En los años setenta y durante un corto período de tiempo, al principio de mi vida como reportero, hice mis propias fotos. Las guerras no eran entonces lugares tan frecuentados como ahora, las oenegés no existían y los testigos exteriores de aquellas tragedias eran muy pocos. A menudo, en África, Asia o Hispanoamérica, un enviado especial debía buscarse la vida en soledad durante semanas o meses. No era un mundo fácil. Tampoco había teléfonos móviles, y las transmisiones, muy difíciles cuando no imposibles, debían hacerse por línea convencional o por télex. Por esa época yo trabajaba para el diario Pueblo –en ese momento el más importante y popular de los periódicos españoles– y solía viajar solo, de forma que debía arreglármelas con mis propios medios. Y de esa forma, cargado con una máquina de escribir portátil Olivetti y mis cámaras Pentax y Nikon, anduve por la vasta geografía de las catástrofes contando lo que veía.

Yo trabajaba para el diario ‘Pueblo’ y solía viajar solo, de forma que debía arreglármelas con mis propias medios

La mayor parte de las fotos de guerra que hice en esos tiempos no las vi nunca. Me encontraba en Angola, en El Salvador o el Líbano, fotografiaba lo que podía y, con la mayor rapidez posible, buscaba la forma de hacer llegar los carretes fotográficos sin revelar a mi periódico para que se publicaran allí. Los entregaba a un piloto o una azafata, un diplomático, un misionero de regreso, un viajero al que abordaba en cualquier aeropuerto del mundo, confiando en que los entregaran en Madrid. Nunca podía saber si las imágenes que procuraba obtener eran buenas o malas. En eso trabajaba a ciegas. Después, a mi regreso, veía algunas que habían sido publicadas con mis reportajes; pero el resto, la mayor parte, las que quedaron descartadas por el redactor jefe o el responsable de Internacional, no llegaba a verlas nunca. Quedaban en los archivos del periódico, inéditas hasta para mí.

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Arturo Pérez-Reverte en Oriente Medio a finales de los setenta. «Yo fumaba entonces. El tabaco en la guerra era una forma de romper el hielo»

Cuando en 1984 desapareció Pueblo, al anunciarnos su inminente cierre fui a los archivos y recuperé casi todos mis negativos: más de tres mil fotografías sin positivar que durante 35 años estuvieron guardadas en unas cajas que hasta ahora no volví a abrir. Se trata de carretes revelados a toda prisa en la agitación urgente de un diario, algunos sucios y con manchas a causa de un deficiente secado. Tampoco son grandes fotografías, de las que labran la fama de un fotógrafo profesional, sino pequeños testimonios gráficos complementarios, imágenes de lo que vi y viví: fotos tomadas por mí, todas, y alguna en la que yo mismo aparezco con veintipocos años, hecha por algún compañero accidental de la época o, lo más frecuente, por los mismos soldados o guerrilleros con los que convivía. Es, en suma, el testimonio gráfico de un tiempo, de los personajes que lo poblaron y del joven periodista que vivió ese tiempo. Algo así como la memoria gráfica de mi juventud.

Lugares de los que nunca se regresa

Esos negativos, olvidados como digo durante muchos años, reaparecieron hace unos meses al rebuscar entre viejos documentos que guardo en casa. La curiosidad, sobre todo el deseo de echar un vistazo a las fotos que nunca había visto, me llevaron a confiarlos a mi amigo Jeosm, fotógrafo de la revista literaria digital Zenda y uno de los mejores y más brillantes profesionales que conocí nunca. Durante semanas, él se dedicó a la paciente tarea de ordenar esos negativos, limpiarlos y positivarlos. Y así, gracias a su amistad, dispongo ahora de una galería de imágenes, de recuerdos personales cuya contemplación me produce sentimientos encontrados: el álbum de guerra de un reportero en su época de aprendizaje, primeros 5 o 6 años de los 21 que acabaría pasando, 12 como periodista de Pueblo y 9 de Televisión Española, entre 1973 y 1994, desde Oriente Medio hasta los Balcanes. Apenas me reconozco ya en esas imágenes de hace medio siglo, pero hay algo que sí es muy cierto; con los libros que leí mientras viajaba por esos mundos y que tantas cosas me ayudaron a soportar y asumir, con la mirada que aquellas escenas me dejaron impresa para siempre –hay lugares de los que nunca se regresa del todo–, hoy envejezco y escribo novelas.

El álbum de guerra de Pérez-Reverte

De cumpleaños en el frente

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El Sáhara fue mi primera experiencia larga, pues el diario Pueblo me tuvo allí más de ocho meses para cubrir la crisis que acabó con la Marcha Verde y el abandono de la colonia española. Ya había cubierto en 1974 la guerra en el sur del Líbano y la guerra de Chipre; pero fue en el Sáhara donde, en el ejercicio de la crónica casi diaria, realmente me formé como reportero. Esta fotografía se tomó cerca de Mahbes el 25 de noviembre de 1975, cuando cubría los primeros combates entre las tropas marroquíes y la guerrilla del Frente Polisario, en un reportaje que se publicó bajo el título La guerra secreta del Sáhara. Ese mismo día cumplí 24 años.

El infierno eritreo

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La guerrilla acaba de tomar la ciudad, y soy el único periodista presente. El ataque empezó al amanecer, y los combates más duros tuvieron lugar en torno a las instalaciones militares. Los últimos supervivientes enemigos han sido cazados como conejos cuando intentaban escapar. Me acerco a uno de los cadáveres para fotografiarlo mientras los dos hombres que le han disparado le registran los bolsillos. Al verme levantar la cámara, uno de ellos coloca un pie sobre la cabeza del caído, como si se tratara de un trofeo de caza. «Meik mi uan foto», dice. Tomo foco y aprieto el obturador. Clic. Paco Cercadillo, el subdirector de Pueblo, decidió abrir la edición de ese día con esta foto a un cuarto de página, en primera plana. En el infierno eritreo, fue el titular.

La foto o la vida

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Combatientes falangistas cristianos sorprendidos en plena calle por francotiradores enemigos. Ocurrió en el barrio beirutí de Hadath y, por alguna extraña razón, recuerdo perfectamente sus nombres: Georges es el que dispara con el Kalashnikov, y Hakim el que corre agachado. El resto del grupo –éramos media docena, y el jefe se llamaba Fuad– ya ha buscado refugio. Pegado a un muro, intento hacer un par de fotos antes de protegerme con los demás. En esta época las cámaras aún no son automáticas y hay que calcular luz y enfoque. Eso supone unos momentos angustiosos antes de apretar el obturador y quitarte de en medio.

Un laberinto de bombas

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Había conocido bien Beirut antes de la guerra civil, en 1974. Conocía el país y me había enamorado de su paisaje y sus gentes. Después del Sáhara y de un tiempo como enviado especial en Argel, Pueblo me envió al Líbano para cubrir la escalada bélica que enfrentaba a palestinos y facciones musulmanas y cristianas. Durante 12 años no dejé de viajar allí. La Beirut que tanto había amado era un laberinto de bombardeos, ruinas y francotiradores. Desde la tronera de uno de ellos fotografié en 1978 la tierra de nadie que separaba los dos sectores del centro de la ciudad.

Matar, un juego

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Antes y ahora, no hay nada más peligroso que un niño o un muchacho con un arma. Vi muchos como el de la fotografía, con miradas que daban escalofríos cuando se fijaban en ti. A esa edad los chicos son estremecedoramente valientes, pues los pocos años los vuelven irresponsables y osados. Y también, llegado el caso, pueden ser imprevisibles y extremadamente crueles, a veces más que los adultos. Algunos de los peores momentos que viví como reportero fue ante jóvenes armados, a esa edad en que incluso matar puede parecer un juego.

Un héroe en el Sáhara

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Le tengo especial afecto a esta fotografía, que nunca vi positivada hasta que Jeosm se encargó de ello. El hombre del turbante que mira a la cámara es el ex cabo de la Policía Territorial española Belali uld Mahrabi. Belali era muy amigo mío, y tras haber vivido aventuras juntos antes de la Marcha Verde, lo encontré un año más tarde en la guerrilla del Frente Polisario, combatiendo contra Marruecos. Días después de tomar esta imagen desde el vehículo que me iba a transportar a otro lugar del Sáhara, Belali murió combatiendo en Uad Ashram. Cayó herido y quedó atrás, me contaron, y mientras sus compañeros se retiraban estuvieron oyendo los disparos de su Kalashnikov hasta que agotó la munición y llegó el silencio.

 Cinco segundos en el Líbano

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No me gustaría estar dentro de esa casa. Eso es lo que pienso mientras hago esta fotografía en Sidón, durante los combates callejeros que enfrentan a facciones musulmanas y palestinas. Acompaño a estos últimos mientras atacan con armas pesadas a un grupo enemigo atrincherado en un edificio. Es de noche y desde abajo en la calle no se ve casi nada, así que subo a uno de los inmuebles próximos para tener mejor vista de la situación. Cuando me asomo a una ventana y apoyo una cámara en el alféizar, dejo abierto el obturador y cuento hasta cinco antes de cerrarlo. Y esto es lo que ocurre en esos cinco segundos.

Mi primer, y último, atraco

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Banco de Etiopía, recién terminado el asalto. Los cadáveres de dos de sus defensores, observados por uno de los atacantes. Al que yace en primer plano ya le han quitado las botas y cuantas armas y objetos de valor llevaba encima. Un momento después se hará saltar la caja fuerte del interior con dinamita y veré amontonarse sobre una mesa de billar los fajos de billetes y las monedas de oro. Es la primera vez en mi vida –también la última– que participo en el atraco a un banco.

Mi reflejo en sus pupilas

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Podría ser un niño de cualquier guerra, da igual un sitio que otro. Sujeto a la espalda de su madre, mira, con la serenidad de quien ya ha visto demasiado, al extraño que se acerca con una cámara y se arrodilla a su lado para enfocar. Todo está ahí, pues lo más terrible de una guerra, o al menos lo que recuerdas con más exactitud pasados los años, no son los muertos y la destrucción, sino la mirada de los niños. La de éste es un buen resumen de todo. Si amplío mucho la imagen, puedo verme a mí mismo en el momento de tomar la foto, reflejado en sus pupilas oscuras. No es un buen sitio para verse.

El té que no olvidaré

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Tardé 50 años en ver esta fotografía, que no se positivó en su momento. En la frontera norte del Sáhara entonces todavía español, proximidades de Tah, un grupo de soldados nativos preparan el té y bromean. Mi relación con ellos era excelente, pues llevaba ya ocho meses en la región. Pese a la prohibición oficial de que fueran periodistas a zonas críticas, mi amigo el comandante de la Territorial Fernando Labajos –él tomó la foto–, que fue para mí una especie de padrino de guerra sahariano, me dio un uniforme para que, camuflado entre sus soldados, pudiera acompañarlos clandestinamente en las patrullas. Viví así situaciones que conté en el periódico y otras que no conté jamás, y por eso confiaban en mí. Las reglas eran las reglas.

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