¿Deben los jóvenes salir a formarse fuera de España?

LAS PREGUNTAS DE PUNSET

Como homenaje al divulgador científico Eduard Punset, recuperamos su sección ‘Los lectores preguntan’ en la que abordaba las cuestiones que le planteaban los seguidores de ‘XLSemanal’

Esta mañana hace mucho viento. Pero su ruido no me impide escuchar las tonterías que dice gente supuestamente inteligente sobre los peligros de que los jóvenes españoles emigren a otros países en lugar de quedarse en casa. Es más, algunos reiteran que, si queremos fomentar la innovación dentro, debemos hacer lo imposible para que no se vayan. Es exactamente lo contrario.

La mayoría de las personas no se han enterado todavía de que el aislamiento del exterior, el hermetismo del país y de las instituciones, durante los primeros cincuenta años del siglo XX fue la principal responsable de nuestras carencias innovadoras. La otra responsable fue, por supuesto, la ausencia de la democracia aunque no me cansaré nunca de equiparar las dos razones como causantes de los males que todavía hoy estamos padeciendo.

El único peligro de la salida de los jóvenes al extranjero sería que todos se fueran al mismo tiempo y que solo se quedaran los ancianos. Ha ocurrido así en otros lugares y tiempos. Hace unos centenares de miles de años, los cambios climáticos y sociales fueron de tal envergadura en África que los pocos miles que lograron sobrevivir decidieron venirse primero a Europa y después al resto del mundo. Fueron nuestros antecesores los que, emigrando, preservaron nuestro pensamiento y técnica.

«El peligro sería sería que todos se fueran al mismo tiempo y que solo quedaran los ancianos»

En el mundo globalizado de hoy, todavía existen menos razones para huir del extranjero: aquí no hubo revolución científica y la industrial llegó tarde y mal. He conocido a científicos de renombre internacional que hace treinta años me decían: «Eduardo, somos muy parecidos al resto de los animales; dominamos un poco más la tecnología, pero no mucho más. Los chimpancés calzan chanclas para escalar según qué montañas y se cubren la cabeza cuando llueve mucho, mientras que nosotros usamos zapatos y fabricamos paraguas: pero somos muy parecidos».

Treinta o cincuenta años más tarde, los mismos científicos me dicen: «Eduardo, somos distintos del resto de los animales a causa de las redes sociales; gracias a esas redes intercambiamos genes, costumbres, ideas y vivencias nuevas que nos hacen innovar».

Ahora resulta que para innovar exactamente lo contrario de lo que dicen la mayor parte de los «sabios» hace falta irse al extranjero cierto tiempo y convivir con gremios o grupos formados en culturas mucho más innovadoras que la nuestra.

A los jóvenes les sugiero, pues, que no hagan caso de los que indican que todos deberíamos quedarnos; si tienen la oportunidad, y solo se tiene cuando se busca, que vayan a aprender competencias y habilidades en otros lugares para que disfruten primero profundizando en el conocimiento y compartiéndolo luego con los que debimos quedarnos.

¡Por Dios! No hagan caso de los que se comportan como si el mundo no existiera al lado de España. Ni de todos aquellos que no se han dado cuenta todavía de que no tenemos domicilio fijo porque no quisieron aprender en la escuela que el planeta en el que vivimos viaja por el universo a casi 250 kilómetros por segundo. Como es lógico, casi todo el conocimiento está fuera, el poder y la fuerza. Cada hora que pasa, estamos a unos quince mil kilómetros de donde estábamos antes.

Es absolutamente imposible innovar sin intercambiar opiniones con los demás; a poder ser, extranjeros. Los primeros que han aprendido esto son los miembros de la propia comunidad científica. Para que esta se formara primero en un país, hizo falta que existieran suficientes ideas para que otros opinaran sobre las mismas; se requirió luego que fueran naciendo revistas científicas cuya lectura fuera sustentase esa nueva cultura de la que iban a depender la innovación y la tecnología. Cualquier cosa, menos quedarse quietos y dentro.

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