¿Hacemos bien en preocuparnos tanto por saber idiomas?

Mi primera hija nació en París, sigue en Francia y habla varios idiomas, en lugar de emperrarse solo en el catalán, que le habían enseñado sus abuelos antes de irse de este mundo. Mi segunda hija nació en Londres, donde cursó sus estudios y vivió hasta la mayoría de edad; era imposible discernir cuál era su lengua materna. el inglés o el francés, heredado de su madre. La última hija nació en Washington y, que yo recuerde, nunca consideró un problema aprender inglés. Es cierto que franceses y españoles sabían bastantes menos idiomas que ciudadanos de otros países vecinos, como los nórdicos.

En aquellos años, lo primordial no era aferrarse a un solo idioma o nacionalidad, sino al trabajo, a saber estimar en lugar de odiar, a ponerse en el lugar del otro y conquistar el mundo. Los holandeses aprendieron a dominar el agua que, literalmente, los ahogaba. El resto, a tomar nota de lo que los demás estaban descubriendo. ¿Cuáles eran las competencias anunciadoras del éxito? Fijarse bien en el trabajo de los demás en lugar de desdeñarlo. No había llegado todavía el momento de intentar superarlo, sino de aprender, literalmente, lo que se estaba viendo venir. Copiándolo. Sobre todo, envidiar lo menos posible. La envidia fue siempre el resentimiento negativo que el resto del mundo nos atribuía. Porque llegamos de los últimos. Éramos envidiosos porque nunca tuvimos dinero.

No es cierto que para vender tanto como los ingleses hiciera falta hablar su idioma como ellos lo hacen. La verdad es que no hablaron nunca igual de bien que los extranjeros su propio idioma. Sí que era cierto que lo sabían todo del trabajo con que se los retaba. Por supuesto, era útil saber más idiomas de lo que saben nuestros primeros ministros, pero es un error estar convencidos de que deberíamos contar con traductores profesionales en lugar de con biólogos moleculares. La mayoría de nuestros jóvenes que están fuera de nuestro país lo están para aprender idiomas y se pueden contar con los dedos de una mano los que están absortos en desentrañar las causas del alzhéimer.

¿Hace falta recordar que en España no hubo apenas rastro de la primera revolución científica? Lo que importó siempre fue demostrar al resto que estábamos a punto de sortear la crisis sin habernos preparado para ello; a mí me cuesta creer que nuestro Gobierno nos haya convencido de que la deuda pública y privada no sea de las más elevadas del mundo en porcentaje de nuestro producto; es decir que lo que debemos es mayor de lo que tenemos. Nos hemos acostumbrado a mentir como bellacos de puertas hacia fuera, pero también de puertas hacia dentro.

Es muy posible que una de las últimas mentiras sirva para deshacer el mayor entuerto de los cometidos en la última década. Falta muy poco para que todo el mundo vea, por fin, que no se puede vivir del cuento todo el rato. Es preciso que los orfebres encargados de las cuentas nacionales no puedan esconder durante mucho más tiempo que hay unos ingresos, unos gastos que no pueden exceder determinados límites y un sistema de financiación aceptado por la mayoría de los acreedores. Alguien y no solo la Generalitat, como le gusta repetir a la vicepresidenta del Gobierno no tendrá más remedio que correr el velo del engaño para dejar sitio al flujo de los ingresos, de los gastos, y de las vías aceptadas de financiación solidaria.

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