Las reputaciones

Artículos de ocasión

A todos nos sorprenden estas disputas contemporáneas sobre la reputación de las personas públicas. Hace tiempo escribí que la idea de Dios medieval, basada en el terror a un Ser Superior que te observa y te juzga en todo momento, solo pervivía entre los famosos. Las personas que viven de su relevancia entre los demás temen, como se temía a ese Dios antiguo, que el escrutinio de la gente sobre ellos sea negativo. De esta manera, tratan de preservar su reputación a toda costa y lo que más pánico les produce es caer en desgracia. Si un famoso incurre en algún comportamiento reprobable su reputación es estigmatizada en público y cae la rentabilidad de su negocio. Nada nos gusta más que destruir héroes, porque igual que los encumbramos porque necesitamos figuras míticas, también necesitamos arrastrarlos al lodo para demostrarnos a nosotros mismos que ni ellos se salvan de la degradación, que es la ley de la vida. Los famosos temen ese ojo que todo lo ve, ese nuevo Dios, y pese a que inundan las redes sociales con sus mejores perfiles temen que un día llegue su destrucción.

En Francia han vivido una polémica literaria con el proyecto de volver a publicar los libelos antisemitas del escritor Céline. Personaje casi icónico de la vileza del talento, esos libelos carecen de interés frente a su novela cumbre, El viaje al fin de la noche, pero al haber salido de su pluma provocan curiosidad casi antropológica. La paralización de la publicación no impide que estén accesibles por otros medios, de alguna manera la aparición en una edición cuidada lo que le concedía era un prestigio literario que quizá no merezcan. Es probable que lo que sea más interesante de todo el proceso es conceder que podemos admirar a miserables por algún talento preciso que posean. No vamos a renunciar a la pintura de Caravaggio por sus aficiones criminales como no le negamos el talento a Leni Riefenstahl pese a ponerlo al servicio del nazismo.

Hace poco han salido varios actores y actrices para renegar públicamente por haber trabajado con Woody Allen. Decidieron creer a su hija adoptiva, que lo acusa de abusos sexuales antes que a los forenses judiciales que por dos veces desestimaron su caso. Se distancian así del perfil contaminado de Woody, manchado desde que se emparejó con la hija adoptiva de su pareja. Pese a que la mayoría de las películas de Allen trata sobre la potencia de los sentimientos frente a las convenciones sociales, los actores que reniegan de él lo que temen es juntar su reputación con la de alguien en descenso de cotización. Incluso han donado su dinero a causas de defensa de la mujer para salvar su imagen. No imagino a una pareja que compró hace años un piso en una promoción de viviendas que reniegue del piso ni de vivir en él y ser feliz entre sus paredes si un día se descubre que sirvió para blanquear dinero. El crimen, de haberlo, no fue suyo. Trabajar en una película no te convierte en cómplice de los crímenes de un autor, si los hubiera cometido. De hecho, nadie devuelve el dinero ni el Oscar que ganaron gracias a Harvey Weinstein, este sí confeso y demostrado abusador sexual en serie.

La admiración es una delicada sustancia que circula por nuestras venas. He conocido a gente que desprecia las novelas de Philip Roth porque le han dicho que es antipático y su exmujer Claire Bloom escribió unas memorias donde lo retrataba como alguien horrible. Tampoco Salinger sale bien retratado por sus biógrafos e íntimos, como no lo han sido tantos y tantos personajes con talento cuyas debilidades y carencias no sólo no empobrecen su obra, sino que quizá la alimentan. Picasso hace años que recibe acusaciones solemnes por no haber sido el marido ideal, como seguramente tampoco lo fueron artistas de gran talento, hombres y mujeres, a lo largo del tiempo. Ser buena persona es una vocación privada, maravillosa de degustar por los cercanos en secreto e intimidad. A quienes conocemos tan sólo por sus obras quizá deberíamos limitarnos a admirar el producto de su talento y dejar para los tribunales el juicio penal a la persona. Los modos sociales de tiempos anteriores son afortunadamente caducos, pero es idiota someterlos al criterio actual. Haríamos mejor en concentrarnos en ser hoy mejores personas, que en juzgar el pasado.

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