El nuevo feminismo ha dejado claro que la etiqueta adecuada en redes sociales puede desatar una revolución. La cuestión ahora es hasta dónde y para qué otros fines puede movilizar la famosa almohadilla. Se lo contamos. Por Carlos Manuel Sánchez / Foto: Cordon Press

Si te han acosado o asaltado sexualmente, escribe ‘metoo’ como respuesta a este tuit. Esto lo escribió la actriz Alyssa Milano en su cuenta de Twitter el 15 de octubre pasado. Más de ochenta actrices y modelos respondieron, rompiendo así un silencio endémico en Hollywood. Y miles de mujeres de todos los ámbitos profesionales siguieron su ejemplo. El 45 por ciento de los estadounidenses tiene alguna amiga, familiar o compañera de trabajo que ha contado su experiencia o apoyado la campaña.

El ‘hashtag’ para el activismo levantó al principio muchas expectativas… y una rápida desilusión. La Primavera Árabe se apagó enseguida

La campaña del #MeToo es, con gran diferencia, la más exitosa de una forma de activismo digital que ha sido denigrada con frecuencia por su escasa repercusión en la vida real. «Después de todos los reproches sobre la pasividad de la mayoría de las modalidades de activismo en Twitter, esta vez la forma encaja perfectamente con el mensaje. Porque el objetivo de #MeToo es dar a la gente una idea real de la magnitud del problema», escribe Sophie Gilbert en The Atlantic. No solo eso, otras campañas también han conseguido dar visibilidad a un problema, como la petición de un mayor control de las armas en Estados Unidos después de la enésima matanza en un instituto. Pero sin mayores consecuencias, más allá de una irrupción prácticamente efímera en la conversación global. Nacen, se convierten en trending topic y mueren tan rápido como la mosca de la fruta, sustituidas por la siguiente indignación colectiva.

Once años de almohadilla

Lo que hace diferente al movimiento #MeToo es su capacidad para asaltar lo real desde lo digital, produciendo cambios concretos y tangibles en la sociedad. Es un triunfo del feminismo, sí; y una oportunidad de hacer catarsis para ambos sexos; pero también es la constatación de que un hashtag tiene potencial para cambiar el statu quo imperante. ¿Se puede ir un paso más allá? ¿Puede una etiqueta afortunada iniciar una revolución?

Es una pregunta que los sociólogos se hacen desde que el hashtag -una palabra o frase corta que se utiliza para agrupar conversaciones en redes sociales, precedida por una almohadilla- fue rescatado por los usuarios de Twitter hace once años (se cumplieron el 23 de agosto). La almohadilla es el signo que usaban los romanos para designar el peso en libras y que los ajedrecistas emplean para anotar el jaque mate. En cuanto al resto de los mortales, puede que la recuerden como una tecla que nadie supo jamás si servía para algo en los teléfonos fijos.

En sus inicios como herramienta para el activismo, el hashtag levantó muchas expectativas… y una rápida desilusión. La Primavera Árabe chisporroteó en media docena de países en torno a las consignas difundidas en redes. Y se apagó sin más. Los movimientos de los indignados también se articularon en torno al tirón de eslóganes maximalistas y antisistema, antes de transformarse en movimientos posibilistas, que anidan en el sistema y se ajustan a sus normas. Del dicho al hecho, hay un trecho. Y de las aspiraciones proclamadas en redes a los cambios en la calle hay un buen salto que el hashtag, hasta que llegó #MeToo, casi nunca dio. Y cuando lo intentó, se quedó corto.

JP2X0K Megaphone and symbol # hashtag # red on white background.

Este desencanto se resume en una palabra: ‘slacktivismo’. Viene de ‘slack‘ (holgazán). Alude a los llamados revolucionarios de sofá, dispuestos a alistarse a causas justas, siempre que no tengan que luchar por ellas más allá de hacer un ‘retuit’, firmar una petición digital o darle al botón de ‘Me gusta’. El escritor Evgeny Morozov lo define como «el tipo ideal de activismo para una generación perezosa […]. Al fin y al cabo, con clics de ratón se recibe atención de los medios, siempre que sea por una causa noble. Pero esa atención no siempre se traduce en efectividad. Kevin Lewis, profesor de Sociología de la University of California San Diego, se propuso medir la efectividad de la cibercampaña ‘Save Darfur’ (Salven a Darfur). Del millón largo de personas que apoyaron la causa en Facebook, menos del 1 por ciento donó dinero. «Captar la atención evoca una ilusión de activismo, pero sin resultados reales», concluyó.

El riesgo de frivolizar

La campaña de #MeToo ha obligado a los investigadores a reconsiderar el papel del hashtag. Lo que empezó siendo un filtro para seleccionar la información que interesa al usuario en el océano de datos que saturan las redes, se ha convertido en otra cosa, porque su capacidad para cribar cada vez es menor, si se tiene en cuenta que se publican 125 millones de hashtags diarios. Los pocos que se convierten en tendencia son los flotadores que mantienen en la superficie las grandes conversaciones que se producen en el mundo.

Estas conversaciones presentan varios problemas. Uno es la coexistencia casi obscena de lo banal y lo serio, lo importante y lo frívolo, en un batiburrillo donde la llamada a la solidaridad lucha a codazos con el viral de gatitos, la campaña publicitaria y el fake malintencionado.

Los romanos usaban la almohadilla para designar el peso en libras y los ajedrecistas para anotar el Jaque Mate

Otro es la simplificación rampante, que no se ha solucionado duplicando los 140 caracteres originales en los mensajes de Twitter. Perder complejidad y matices es una de las lacras de las redes sociales, se lamenta el ensayista y premio Pulitzer Louis Menand en The New Yorker. Y hace que el lenguaje sea «vulnerable al empobrecimiento, la manipulación y a ser utilizado como un arma». Un peligro que se agrava en tiempos de populismo y con la crisis de los migrantes como piedra de toque.

El odio privado

¿Qué ocurriría si, en lugar de una causa noble, aparece un hashtag incendiario que actúe como una mecha? La posibilidad es inquietante. Atizar los miedos de una sociedad es habitual. Son incontables los memes racistas que circulan por WhatsApp, más proclives para rebotar este tipo de mensajes por su carácter restringido que las grandes plataformas abiertas. Sin embargo, y por fortuna, un hashtag de esta naturaleza tiene serias limitaciones para coger tracción, sostiene Sergio Álvarez-Teleña, experto en Inteligencia Artificial. Una de ellas tiene que ver con la reputación y la propia imagen. «Respaldar públicamente, sin escudarse en el anonimato, un discurso xenófobo, homófobo o sexista compromete la vida social y laboral del que lo hace. Y ese comentario le puede afectar ahora y en el futuro. Y puede ocurrir que una empresa no le acabe contratando por sus opiniones pasadas».

Los dos últimos presidentes de Estados Unidos -Obama y Trump- lo han sido porque supieron canalizar el poder inmenso de las redes. Obama apeló a los ideales para movilizar a sus votantes. Trump detectó los temores y utilizó ingeniería inversa para propagarlos. Un hashtag puede ser muchas cosas: un filtro informativo, una herramienta para unir colectividades, para monitorizar audiencias, para influir, asustar o seducir… Lo que nadie podía sospechar, cuando Chris Messina, un ingeniero informático, lo usó por primera vez en su cuenta de Twitter, es que también había encontrado la llave de la caja de Pandora.

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