Más de 3400 trabajadores de Médicos Sin Frontera luchan para frenar la peor epidemia de ébola de la historia. Conozca a los héroes silenciosos de la organización más activa contra el mal que tiene al mundo en vilo. Por Carlos Manuel Sánchez

• Ingenio contra el ébola

«En España entras al box y hay un paciente. Allí entras y te encuentras a 15. Te mentalizas. Te los repartes con el compañero. Siempre trabajamos por parejas. Miras el reloj. Calculas lo que necesitas para cada uno y te pones un límite. Porque si pasas más tiempo con alguno al principio, luego no vas a poder atenderlos a todos».

En occidente los gobiernos no movieron ficha hasta que el ébola fue noticia. MSF llevaba meses desplegada en la región, al borde de su capacidad

Luis Encinas es un enfermero de Médicos Sin Fronteras (MSF) con mucha mili. Veinte años en misiones humanitarias, cinco veces en primera línea contra el ébola. «En la zona de aislamiento entras un par de veces al día. Tardas una media hora en ponerte el traje de astronauta y 40 minutos en quitártelo. Y no estás dentro más de una hora por el calor y la humedad. Sudas a mares. Te mueves a cámara lenta. Si un clavo te traspasa el traje, hay que salir. El traje debe ser una barrera infranqueable. Y el estrés es el medio en el que trabajamos».

Luis es uno de los 3400 trabajadores de MSF que le plantan cara a la epidemia. El 92 por ciento son africanos de los países afectados, personal local que trabaja codo con codo con unos 270 cooperantes internacionales de la organización. De estos, 16 son españoles. Que nadie se equivoque. No son nuestra avanzadilla para impedir que el ébola ‘se escape’ de África. No han ido a establecer un cordón sanitario para que durmamos tranquilos en Europa. Están allí desde el principio del brote. Su motivación es ayudar a los que lo están sufriendo. Mientras que la ONU, la Organización Mundial de la Salud y los gobiernos del Primer Mundo solo movieron ficha cuando el ébola saltó a los titulares de primera página, MSF llevaba meses desplegada en la región y al borde de su capacidad operativa.

«El miedo no hay quien te lo quite, pero es necesario», Luis Encinas, enfermero español

El número de infectados por la epidemia en África Occidental ya ronda las 15.000 personas, de las cuales cerca de 6000 han muerto. Y el coste para el personal sanitario de Sierra Leona, Liberia, Guinea Conakry y, ahora, Mali (la reacción de Nigeria, Senegal y Congo, con sistemas de salud mucho más potentes, frenó la expansión) está siendo estremecedor. Unos 240 contagiados y 120 muertos: médicos y enfermeros de países como Liberia, donde hay un doctor por cada cien mil habitantes. MSF ha sufrido hasta noviembre 24 contagios y 13 muertos entre su personal, a pesar de su buena preparación y sus estrictos protocolos. Una cooperante navarra fue repatriada desde Mali hasta el hospital madrileño Carlos III tras pincharse con una aguja utilizada con un enfermo de ébola.

«Sé qué riesgos he tomado y, sobre todo, sé los que no he tomado. He atendido a muchos enfermos. No soy ningún héroe. Ni lo quiero ser. Y tampoco soy un temerario. Solo quiero contribuir a romper la cadena del contagio. Y mi pareja y mi familia confían en mí -explica Encinas-. Hay que adaptarse. Buscar maneras de equilibrar la seguridad con la atención al paciente. Procuras tener un plan B. Por ejemplo, si para alguien es importante tomar unas hierbas naturales del curandero, porque cree que le puede ir bien, lo respetas. Estamos hablando de dignidad. No solo hay que procurar tratamiento, sino poner al paciente en el centro de nuestra preocupación».

La muerte es un momento crítico que pone a prueba el equilibrio entre la dignidad y el riesgo. «En Guinea no se deja a una persona que fallezca sola. Hay que respetar eso. Siempre con un protocolo escrupuloso, siempre alerta».

A quien recibe el alta se le da un abrazo en público. Es un mensaje a los demás. Rompe el estigma de que no se les puede tocar

Encinas no puede olvidar al niño de siete años al que tuvo que realizar el aseo mortuorio en un poblado, «el benjamín y el más listo de la familia», le explicaron. Había muerto de madrugada. «Llegamos por la mañana vestidos de calle y nos entrevistamos con el imán y el padre para explicarles el procedimiento. Nos vestimos delante de ellos y pedimos a un par de familiares que nos observaran desde lejos, para que vieran que no le robábamos el alma al niño. Teníamos que tomar una muestra de sangre, pero habían pasado muchas horas y tuve que hacerle una punción pericárdica. No tengo hijos, pero si hubiera sido padre quizá no hubiera podido. Luego lo lavamos, lo vestimos con la ropa que nos dieron, cerramos la bolsa mortuoria y señalamos con una marca dónde estaba su cabeza. Los rezos debían orientarse hacia la Meca. El padre me dijo que era el quinto familiar que perdía por el ébola en un mes».

Siempre es a vida o muerte. Y cuando toca vida, tampoco es nada fácil para los supervivientes retomarla. La doctora sevillana Julia García-Gozalbes, con dos misiones ya en Guinea Conakry, lo sabe bien. «Me acuerdo de Marcel, un hombre que vio morir a su suegro, a su esposa y a dos de sus hijos en dos semanas. Cuando le dijimos que estaba curado, le costaba aceptarlo. Se mezclaban el miedo, la incredulidad y el sentimiento de culpa. Una cosa es ser un superviviente biológico; y otra, un superviviente sociológico, alguien capaz de integrarse en una sociedad aterrorizada que usa la estigmatización como defensa».

«Los médicos hacemos de todo, también limpiar vómitos y diarreas», Julia García-Gozalbes, médica española

Por esa razón, el alta médica se convierte en un ritual. «El enfermo sale duchado y con ropa nueva y le damos un abrazo. Es emocionante», cuenta. Se trata de un gesto público y simbólico. Lanza un mensaje a sus familiares y al resto de la comunidad. No hay mejor prueba de la curación que romper la política de no contacto. Si es posible, se lo acompaña a su pueblo. «Les damos un saco de arroz o mijo porque vuelven derrengados y durante una temporada apenas pueden esinfección rocía su casa con cloro, quema el colchón y pone uno nuevo. Y más abrazos y bailes. Si el paciente tenía familia que lo visitaba en el centro, sabes que le irá bien. Si no…».

¿Volverá Julia a Guinea? «Me reservo la respuesta. No quiero preocupar a mi familia. Pero hace falta gente. Y me acuerdo mucho de mis compañeros. La enfermera que se puso el traje una vez más para pintar las paredes de una sala con monigotes para los niños. El higienista que entraba a la sala de aislamiento para mecer a un bebé que lloraba. Los juguetes que les damos a los nenes cuando son ingresados. coches, muñecas, lápices de colores… Y cantar una nana con el traje, aunque te quedes sin aliento, porque es como cantar corriendo la maratón»

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